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Niveles

-Llevo una semana sin dormir. No he podido pegar los ojos. Estoy en un nivel terrible. – Me escribió ella por chat.

Niveles. 

Esa misma noche, pero tipo seis, en la tienda, subí de nivel. 

Como música de ascensor, me recibió el pito de la impaciencia: la caja registradora; porque justo cuando creía que el camino iba libre, me tocó la fila con dos sujetos adelante. 

-Son $20.000. ¿Se le ofrece algo más?

Lo único que se le veía eran los ojos. Me miró nervioso un par de veces y al escuchar a la cajera, volvió su mirada hacia mí. «No. Yo no te observo, tú me observas a mí». Era mentira. Traía un rato viéndolo… Moviéndose de aquí para allá y de allá para acá buscando cerveza, maní y un pan. 

– Eh sí, dame esto, este, y ese de allá. Dijo poniendo el dedo sobre el vidrio del mostrador, apuntando a una caja de chicles, tres chocolatinas y un par de bananas. Se bajó el tapabocas, me miró de nuevo -qué tanto mira, moví la cabeza y le abrí los ojos- y se mandó un trago largo de cerveza al compás de su pierna que la vi temblar por los flecos de su pantalón abierto en la rodilla. 

-Así serían $32.000, papi. ¿Va a llevar algo más?. En un inexplicable gesto se llevó la mano por el mentón y recorrió su calva existencia, como si eso le fuese a dar la respuesta que esperaba la cajera.

-No. Así está bien. Me miró de nuevo, como si yo le debiera algo. «Me estás debiendo tiempo, mi viejo», le reproché mentalmente y se lo dije en silencio con una ceja alzada. 

-Siga.

Mi despistado espía salió de la tienda. Y yo solo pensé, en que esa pobre alma no dormiría esa noche. No después de ese trago largo de cerveza que se pasó al poner un billete de cincuenta en el mostrador de la caja registradora. 

Otro, más bien rubio, pequeño y con sus mejillas rosadas; siguiente en la fila y menos afortunado. La punta de su pie derecho le daba pataditas a una baldosa mientras aguardaba a la cajera que con parsimonia iba artículo por artículo. 

-¿Me espera un momentico?, le dijo a la chica cuando ella ya estaba por decirle el valor de sus indulgencias. «Amigo, llevo 10 minutos esperando para pagar cinco bocadillos, ¿a vos te parece justo que yo te espere?», mascullé y solo se vio una bomba por encima del tapabocas. En su carrera chocó contra una señora distraída y siguió su camino hacia una neverita. >tic, tic, tic, tic, tic< 

-Cinco helados, amor. Serían $30.000. ¿Algo más?

-Eh sí. Me das tres chocolatinas, dos cajas de chicles, otra chocolatina, sí. Ah y un cigarrillo… Que fue a parar a su oreja derecha. ¿Qué demonios piensan que va a pasar cuando se ponen el cigarro en la oreja? ¿Poderes mágicos?

-Así serían $37.000. Sacó la billetera de su bolsillo… Mierda, no hay efectivo. 

-Amiga, con tarjeta. Su pie, incesante al filo del mostrador, ya marcaba el compás de un corazón con un nivel distinto. 

-Siga. 
Esa era yo. «Cinco bocadillos. $2.000. ¿algo más, mami?» Sí, desaparecerme, por favor. 

-Así está bien. Miró los bocadillos, miró mi billete arrugado y con los ojos puestos sobre la pantalla de pagos me despidió. «Vuelva pronto». 

Afuera, el rubio ya hablaba por celular para que lo escuchara toda la cuadra y ponía puntos a su discurso con cada bocanada de humo. El espía seguía en un pobre intento de «espiar». ¿Qué querría? ¿En qué nivel estaría ese día? Saqué mi celular del bolsillo.  

-Llevo una semana sin dormir. No he podido pegar los ojos. Estoy en un nivel terrible. – Volví a leer su mensaje, con un poco de desesperación.

Suspiré. ¿Con qué se pegan los ojos cuando hay tal ansiedad? Con bananitas, dirían el par de la tienda. 

¿Qué te ha hecho el encierro que no puedes dormir? Tienes una vida más pausada que la mía. Resoplé. Yo muerdo lapiceros en mis horas libres y me araño la cara. Diría papá «no se moleste la cara». «Pa, me la molesta la ansiedad».

Hay días en los que yo también tengo tal nivel, que la asfixia me pica los pulmones. Las almohadas son insoportables. El calor derrite cualquier pensamiento «bonito». 

Y ella, me escribió, que no puede ni pegar el ojo. No sé ella, pero yo me tumbo en la cama pretendiendo que todo está en su lugar. Y no. Me echo el cabello sobre la cara, abro y cierro la boca queriendo atrapar todo el aire que me hizo falta durante el día. Me muevo boca abajo, de lado… No de ese lado no, del otro. Me revuelvo en las sábanas y termino como una oruga, miro al techo. Saco un brazo de mi nueva fortaleza y corro la cortina. Ahí están las luces de la calle y ya son las 12:00 de la noche. «Apágate ya», me doy golpes con la mano en la cabeza. «Apágate o te apago a la fuerza».   

Cien días y todavía no encuentro mi botón de «Restart». Otro día más sin encontrar en mi cuerpo la solución del ingeniero: «desconéctelo y vuélvalo a conectar». Otra noche en la que he superado un nuevo nivel. Dos en un día, debo estar de suerte.

12:31 a.m. – Yo tampoco estoy durmiendo. Hablamos mañana.

Cabezote patrocinado por la Foto de Daria Shevtsova en Pexels